La memoria del poder no recuerda: bendice.
Ella justifica la perpetuación del privilegio por derecho de herencia, otorga impunidad a los crímenes de los que mandan y proporciona coartadas a su discurso, que miente con admirable sinceridad.
Pero este reflector, que ilumina las cumbres, deja la base en la oscuridad.
Los que no son ricos, ni blancos, ni machos, ni militares, rara vez actúan
en la historia oficial de América Latina: más bien integran la escenografía,
como los extras de Hollywood.
Son los invisibles de siempre, que en vano buscan sus caras
en este espejo obligatorio.
Ellos no están.
La memoria del poder sólo escucha las voces que repiten la aburrida letanía
de su propia sacralización.
«Los que no tienen voz» son los que más voz tienen, pero llevan siglos
obligados al silencio, y a veces da la impresión de que se han acostumbrado.
El elitismo, el racismo, el machismo y el militarismo, que nos impiden ser,
también nos impiden recordar.
Se enaniza la memoria colectiva, mutilada de lo mejor de sí,
y se pone al servicio de las ceremonias de autoelogio
de los mandones que en el mundo son.
EDUARDO GALEANO.
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