Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco.
Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo,
mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar,
enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera.
No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas
anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz.
De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños
que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas
de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor
y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas
y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más
de un metro del suelo me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo.
-Y ¿anda bien? -le pregunté.
-Atrasa un poco -reconoció.
EDUARDO GALEANO.
De : "El libro de los abrazos ."
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