"Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa.
Luego perdí el mar
y entonces todos los lujos me parecieron grises..."
Albert Camus.
"En el océano del desamparo, se alzan las islas del privilegio.
Son lujosos campos de concentración, donde los poderosos sólo se encuentran con los poderosos y jamás pueden olvidar, ni por un ratito, que son poderosos.
En algunas de las grandes ciudades latinoamericanas, los secuestros se han hecho costumbre,
y los niños ricos crecen encerrados dentro de la burbuja del miedo.
Habitan mansiones amuralladas, grandes casas o grupos de casas rodeadas de cercos electrificados y de guardias armados.
Los niños ricos viajan, como el dinero, en autos blindados.
No conocen, más que de vista, su ciudad.
Ellos no viven en la ciudad donde viven.
Tienen prohibido este vasto infierno que acecha su minúsculo cielo privado.
Más allá de las fronteras, se extiende una región del terror
donde la gente es mucha, fea, sucia y envidiosa.
En plena era de la globalización, los niños ya no pertenecen a ningún lugar,
pero los que menos lugar tienen son los que más cosas tienen: ellos crecen sin raíces,
despojados de la identidad cultural,
y sin más sentido social que la certeza de que la realidad es un peligro.
Su patria está en las marcas de prestigio universal,
que distinguen sus ropas y todo lo que usan,
y su lenguaje es el lenguaje de los códigos electrónicos internacionales.
En las ciudades más diversas, y en los más distantes lugares del mundo,
los hijos del privilegio se parecen entre sí,
en sus costumbres y en sus tendencias,
como entre sí se parecen los shopping centers y los aeropuertos,
que están fuera del tiempo y del espacio.
Educados en la realidad virtual, se deseducan en la ignorancia de la realidad real,
que sólo existe para ser temida o para ser comprada.
Fast food, fast cars, fast life: desde que nacen, los niños ricos son entrenados para el consumo
y para la fugacidad, y transcurren la infancia comprobando
que las máquinas son más dignas de confianza que las personas."
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