Dicen que Eduardo Galeano ha muerto y parece imposible aceptarlo, porque si hay un escritor viviente en América Latina es precisamente él, que hizo de la palabra el mayor juego de la imaginación para la vida.
Cuando un día en Montevideo me regaló su libro Las palabras andantes, editado –como todos en su primera edición en la editorial El Chanchito, que creó en su país–, sentí y se lo dije que era un trabajo embarazado de magias.
En un párrafo de ese libro leemos la más acabada definición que uno podría hacer de él mismo:
"Por favor, se lo ruego, no me ofenda usted preguntando si esta historia ocurrió. Yo se la estoy ofreciendo para que usted haga que ocurra.
No le pido que describa la lluvia aquella noche de la visitación del arcángel: le exijo que se moje.
Decídase señor escritor, y por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista que aroma.
Poca gracia tiene escribir lo que se vive.
El desafío está en vivir lo que se escribe".
Galeano había aceptado largamente ese desafío y por esa razón era posible
entrar con él en todos los laberintos de este continente nuestro
y mojarnos con las lluvias y temblar en los huracanes
y bailar cuando la realidad circundante quería instalarnos la cultura de la muerte.
Y podíamos hablar de los temas más candentes
que nos rodean
y en cómo millones de seres ignorados resisten simplemente
por "magias sueltas de la vida".
Galeano había aceptado largamente ese desafío y por esa razón era posible
entrar con él en todos los laberintos de este continente nuestro
y mojarnos con las lluvias y temblar en los huracanes
y bailar cuando la realidad circundante quería instalarnos la cultura de la muerte.
Y podíamos hablar de los temas más candentes
que nos rodean
y en cómo millones de seres ignorados resisten simplemente
por "magias sueltas de la vida".
Stella Calloni
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