"Los escultores africanos tallan cantando."
Desde siempre, los escultores africanos tallan cantando.
Y no paran de cantar hasta que concluyen sus obras, para que la música se meta en ellas y en ellas siga sonando.
En 1910, Leo Frobenius quedó bizco ante las antiguas esculturas que encontró en la Costa de los Esclavos. Tan alta era su belleza que el explorador alemán creyó que ésas eran obras griegas, traídas desde Atenas, o quizá creaciones de la perdida Atlántida.
Y sus colegas coincidieron: África, hija del desprecio, madre de esclavos, no podía ser la autora de esas maravillas.
Pero sí. Esas efigies llenas de música habían sido creadas, hacía unos cuantos siglos, en el ombligo del mundo, en Ifé, el sagrado lugar donde los dioses yorubas habían dado nacimiento a las mujeres y a los hombres.
Y en África había seguido naciendo un manantial incesante de arte digno de ser celebrado. Y digno de ser robado.
Parece que Paul Gauguin, hombre bastante distraído, puso su firma a un par de esculturas del Congo. El error fue contagioso. A partir de entonces, Modigliani, Klee, Giacometti, Ernst, Moore y muchos otros artistas europeos también se equivocaron, y con frecuencia.
Saqueada por derecho colonial, África ni se enteró de lo mucho que le debían las más deslumbrantes conquistas de la pintura y la escultura en la Europa del siglo veinte.
Eduardo Galeano
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