Entre una punta y la otra, el medio.
Entre los que viven prisioneros del desamparo y los que viven
prisioneros de la opulencia, están los niños que tienen bastante más que nada, pero mucho menos
que todo.
Cada vez son menos libres los niños de clase media.
Les confisca la libertad, día tras día,
la sociedad que sacraliza el orden mientras genera el desorden.
En estos tiempos de inestabilidad
social, cuando se concentra la riqueza y la pobreza se difunde a ritmo implacable, ¿quién no
siente que el piso cruje bajo los pies?
La clase media vive en estado de impostura, simulando
tener más que lo que tiene, pero nunca le ha resultado tan difícil cumplir con esta abnegada
tradición.
Está, hoy por hoy, paralizada por el pánico: el pánico de perder el trabajo, el auto, la casa,
las cosas, y el pánico de no llegar a tener lo que se debe tener para llegar a ser.
Nadie podrá
reprocharle mala conducta.
La sufrida clase media sigue creyendo en la experiencia como aprendizaje
de la obediencia, y con frecuencia defiende todavía al orden establecido como si fuera su dueña,
aunque no es más que una inquilina del orden, más que nunca agobiada por el precio del alquiler
y el pánico al desalojo.
En el pánico, pánico de vivir, pánico de caer, cría a sus hijos. Atrapados en las trampas del
pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro
perpetuo.
En la ciudad del futuro, que ya está siendo presente, los teleniños, vigilados por niñeras
electrónicas, contemplarán la calle desde el balcón o la ventana: la calle prohibida por la violencia,
o por el pánico a la violencia; la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso,
espectáculo de la vida.
Eduardo Galeano
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