Cuando Namibia conquistó la independencia, en 1990, se siguió llamando Göring la principal avenida de su capital. No por Hermann, el célebre jefe nazi, sino en homenaje a su papá, Heinrich Göring, que fue uno de los autores del primer genocidio del siglo XX.
Aquel Göring, representante del imperio alemán en ese país africano, había tenido la bondad de confirmar, en 1904, la orden de exterminio dictada por el general Lothar von Trotta.
Los hereros, negros pastores, se habían alzado en rebelión. El poder colonial los expulsó a todos y advirtió que mataría a los hereros que encontrara en Namibia, hombres, mujeres o niños, armados o desarmados.
De cada cuatro hereros murieron tres. Los abatieron los cañones o los soles del desierto adonde fueron arrojados.
Los sobrevivientes de la carnicería fueron a parar a los campos de concentración, que Göring programó. Entonces, el canciller Von Bülow tuvo el honor de pronunciar por primera vez la palabra konzentrationslager.
Los campos, inspirados en el antecedente británico de África del Sur, combinaban el encierro, el trabajo forzado y la experimentación científica.
Los prisioneros, que extenuaban la vida en las minas de oro y diamantes, eran también cobayos humanos para la investigación de las razas inferiores.
En esos laboratorios trabajaban Theodor Mollison y Eugen Fischer, que fueron maestros de Joseph Mengele.
Mengele pudo desarrollar sus enseñanzas a partir de 1933.
Ese año, Göring hijo fundó los primeros campos de concentración en Alemania, siguiendo el modelo que su papá había ensayado en África.
Eduardo Galeano
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