25 de mayo de 1810: llueve en Buenos Aires. Bajo los paraguas, hay una
multitud de sombreros de copa. Se reparten escarapelas celestes y blancas.
Reunidos en la que hoy se llama Plaza de Mayo, los señores de levita claman
que viva la patria y exigen que se vaya el virrey.
En la realidad real, no maquillada por las litografías escolares, no hubo
sombreros de copa, ni escarapelas, ni levitas, y parece que ni siquiera hubo
lluvia ni paraguas.
Hubo un coro de gente reclutada para apoyar, desde afuera,
a los pocos que dentro del Cabildo discutían la independencia.
Esos pocos, tenderos, contrabandistas, ilustrados doctores y jefes militares,
fueron los próceres que dieron nombre a las avenidas y a las calles principales.
No bien declararon la independencia, implantaron el comercio libre.
Así el puerto de Buenos Aires asesinó en el huevo a la industria nacional,
que estaba naciendo en las hilanderías, tejedurías, destilerías, talabarterías y
demás talleres artesanales de Córdoba, Catamarca, Tucumán, Santiago del
Estero, Corrientes, Salta, Mendoza, San Juan...
Pocos años después, el canciller británico George Canning brindó
celebrando la libertad de las colonias españolas en América:
—Hispanoamérica es inglesa —comprobó, alzando la copa.
Inglesas eran hasta las piedras de las veredas.
Eduardo Galeano.
Fuente: "Espejos, una historia casi universal"