Orejas de ratón, nariz de borbón, boca de buzón. Una borla roja
cuelga, en hilachas, del gorro que tapa la temprana calva. Los anteojos,
calzados por encima de las cejas, rara vez ayudan a los ojos azules,
ávidos y voladores.
Simón Carreño, Rodríguez por nombre elegido,
deambula predicando rarezas.
Sostiene este lector de Rousseau que las escuelas deberían abrirse al
pueblo, a las gentes de sangre mezclada; que niñas y niños tendrían que
compartir las aulas y que más útil al país sería crear albañiles,
herreros y carpinteros que caballeros y frailes.
Simón el maestro y Simón el alumno. Veinticinco años tiene
Simón Rodríguez y trece Simón Bolívar, el huérfano más rico de
Venezuela, heredero de mansiones y plantaciones, dueño de mil esclavos
negros.
Lejos de Caracas, el preceptor inicia al muchacho en los secretos
del universo y le habla de libertad, igualdad, fraternidad; le descubre
la dura vida de los esclavos que trabajan para él y le cuenta que la
nomeolvides también se llama Myosotis palustris. Le muestra cómo nace
el potrillo del vientre de la yegua y cómo cumplen sus ciclos el cacao
y el café.
Bolívar se hace nadador, caminador y jinete; aprende a
sembrar, a construir una silla y a nombrar las estrellas del cielo de Aragua.
Maestro y alumno atraviesan Venezuela, acampando donde sea, y co-
nocen juntos la tierra que los hizo.
A la luz de un farol, leen y discuten
Robinsón Crusoe y las Vidas de Plutarco.
EDUARDO GALEANO.