"Poesía
Perdóname por haberte ayudado a comprender
que no estás hecha sólo de palabras."
Roque Dalton.
Noche en casa de Iván Egüez. Me pongo a hablar de Roque Dalton.
Roque era un disparate vivo que no paraba nunca. Está corriendo, ahora, en mi memoria. ¿Cómo hizo para atraparlo la muerte?
Iban a fusilarlo y cuatro días antes de la ejecución cayó el gobierno. Otra vez iban a fusilarlo y un terremoto rajó las paredes de la cárcel y se escapó. Las dictaduras de El Salvador, el país chiquito que era su país y que él llevaba tatuado en todo el cuerpo, nunca pudieron con él. La muerte se vengó de este tipo que tanto le había tomado el pelo. Al final lo acribilló a traición: le mandó los tiros desde el exacto lugar donde él no los esperaba. Durante meses se dudó o no se supo. ¿Fue, no fue? Fue. No vibraron las teletipos para informar del asesinato de este poeta que no había nacido en París ni en Nueva York.
Él era el más alegre de todos nosotros. Y el más feo. Hay feos que al menos pueden decir: “Yo soy feo, pero simétrico”. Él no. Tenía la cara chueca. Se defendía diciendo que no había nacido así. Así lo habían dejado, decía. Primero un ladrillazo en la nariz cuando jugaba al fútbol, por culpa de un penal dudoso. Después, una pedrada en el ojo. Después, el botellazo de un marido con sospechas. Después, las biabas de los milicos de El Salvador, que no comprendían su pasión por el marxismo-leninismo. Después, una misteriosa paliza en una esquina de la Mala Strana, en Praga. Una patota lo dejó tirado en el suelo con doble fractura del maxilar y conmoción cerebral. Un par de años más tarde, durante una maniobra militar, Roque venía corriendo, fusil en mano y con la bayoneta calada, cuando se cayó en un pozo. Allí había una tremenda chancha recién parida, con todos sus chanchitos. La chancha deshizo lo que quedaba de él.
En julio del 70 me contó, ahogado de risa, la historia de la chancha, y me mostró un álbum de historietas con las hazañas de los famosos hermanos Dalton, pistoleros de película, que habían sido sus antepasados.
La poesía de Roque era, como él, cariñosa, jodona y peleadora. Le sobraba valentía, y por lo tanto no necesitaba mencionarla.
Hablo de Roque y lo traigo, esta noche, a la casa de Iván. De los que están aquí, ninguno lo conoció. ¿Qué importa eso? Iván tiene un ejemplar de Taberna y otros lugares. Yo también tuve ese libro, tiempo atrás, en Montevideo. Busco en Taberna, y no encuentro, un poema que quizás imaginé, pero que él bien pudiera haber escrito, sobre la suerte y la hermosura de nacer en América.
Iván, que conoce la taberna Ufleka, de Praga, lee, en voz alta, un poema. “Luis”, un largo poema o crónica de amor. El libro pasa de mano en mano. Yo elijo unos versos que hablan de lo bella que viene de pronto la cólera.
Cada uno entra en la muerte de un modo que se le parece. Algunos, en silencio, caminando en puntillas; otros, reculando; otros, pidiendo perdón o permiso. Hay quien entra discutiendo o exigiendo explicaciones y hay quien se abre paso en ella a las trompadas y puteando. Hay quien la abraza. Hay quien se tapa los ojos; hay quien llora. Yo siempre pensé que Roque se metería en la muerte a carcajadas. Me pregunto si habrá podido. ¿No habrá sido más fuerte el dolor de morir asesinado por los que habían sido sus compañeros?
Entonces suena el timbre. Es Humberto Vinueza, que viene de la casa de Agustín Cueva. No bien Iván le abre la puerta, Humberto dice, sin que nadie le haya explicado ni preguntado nada:
-Fue una fracción disidente.
-¿Qué? ¿Cómo?
-Los que mataron a Roque Dalton. Agustín me dijo. En México publicaron que…
Humberto se sienta entre nosotros.
Nos quedamos todos callados, escuchando la lluvia que golpea las ventanas.
EDUARDO GALEANO .
De: " Días y noches de amor y de guerra."