Pedro Algorta, abogado, me mostró el gordo expediente del asesinato de dos mujeres. El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de 1982, en un suburbio de Montevideo.
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Llevaba presa más de un año; y parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de un mes de continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones.
Las confesiones de Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había personajes diferentes, pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana eléctrica convierte a cualquiera en fecundo novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una fuerzuda de feria y la destreza de una matadora profesional. Pero lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones, objetos…
Alma Di Agosto era ciega.
Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era culpable:
-¿Por qué? -preguntó el abogado.
-Porque lo dicen los diarios.
-Pero los diarios mienten -dijo el abogado.
-Es que también lo dice la radio -explicaron los vecinos-. ¡Y la tele!
EDUARDO GALEANO