A un año de su muerte, la obra de Eduardo Galeano sigue siendo fundamental en el pensamiento Latinoamericano y necesario si hablamos de la búsqueda de nuestras raíces. Marcha lo recuerda a partir de su última aparición en público. La Secretaría de Cultura de Argentina organizó en 2011 el Ciclo de Pensamiento Haití y la respuesta latinoamericana. La mesa de debate realizada el 27 de septiembre en la Biblioteca Nacional contó con las exposiciones, entre otros, del intelectual haitiano Camille Chalmers y del imprescindible escritor uruguayo, Eduardo Galeano.
Ante decenas de personas ansiosas que durante horas habían pugnado por ingresar a la sala de los Libertadores, se produciría una de las últimas apariciones públicas en Argentina del autor de Las venas abiertas de América Latina, Memorias del fuego y Patas para arriba, entre otros textos fundamentales para la comprensión de nuestros orígenes. Frente a un público que se emocionaba ante cada intervención, Galeano se presentaba sin veladuras y daba una conmovedora cátedra de dignidad que permitió echar algo de luz sobre el pasado de nuestros pueblos, poniendo el énfasis en la opresión que ha padecido y sigue padeciendo Haití, el país ocupado desde antes de su nacimiento.
Al cumplirse el primer aniversario de su fallecimiento, las palabras mencionadas por Galeano aquella cálida tarde de primavera, quedaron resonando como un eco interminable que ayuda a repensar el nuevo mapa Ceo-político que las grandes potencias económicas del mundo están implantando en América Latina y la imperiosa necesidad de seguir fortaleciendo la unidad regional teniendo siempre presente la historia que nos une.
Haití, país ocupado
Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los EEUU. Pero los EEUU declararon su independencia cuando eran una nación con seiscientos cincuenta mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta: Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso ejército de Napoleón Bonaparte y Europa nunca perdonó esa humillación.
Haití pagó a Francia, durante un siglo y medio, una indemnización gigantesca, por ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó.
Aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.
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De todo eso, sabemos poco o nada.
Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató a más de doscientos mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero que derrotó la esclavitud en el mundo.
Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.
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Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío, continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo diecinueve, el ejemplo de Haití constituyó una amenaza para la seguridad de los países que continuaban practicando la esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití provenía la peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista. Y en Brasil, esa peste se llamaba haitianismo.
Ya en el siglo veinte, Haití fue invadido por los marines, por ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve años.
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El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso.
Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería…
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de Africa y se nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años, las sectas evangélicas se encargan de la guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas vienen de los EEUU, un país que no tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en sus aviones, habitado por civilizados cristianos que creen que Dios hizo el mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en la televisión el terremoto del año 2010. Este pastor de almas reveló que los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al terremoto para pasarles la cuenta.
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¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de ochocientos millones de dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales.
Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de gratitud: será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de la libertad.