A contra corazón, sin alegría, cumplía la tiza su trabajo de cada día
en una escuela de Praga.
Sufría la tiza, gemía.
Chillando hacía lo que debía: la maestra la obligaba a dibujar,
en el pizarrón, palabras despedazadas en sílabas,
acribilladas de acentos, y números ordenados como soldaditos en fila.
Mientras los niños crecían, la tiza encogía.
Poquito cuerpo le quedaba, cuando la maestra
la tiró al cesto de la basura.
La tiza despertó, un rato después,
en el fondo del bolsillo de uno de los alumnos.
Ese niño se sentó, en plena calle, y dibujó sobre el asfalto.
Con aquel último resto de tiza, el niño dibujó el viento.
Y la tiza, feliz, ni se dio cuenta de que se desvanecía para siempre.
EDUARDO GALEANO.