Si no fuera por las muchas ropas que lleva puestas, doña Gertrudis no haría sombra en el suelo; y los vientos del invierno la volarían por los aires.
Pero ella camina por las calles de Montevideo, encorvada como un signo de interrogación, y solita se las arregla para hacer sus cosas y seguir viviendo.
Un día de éstos, cuando fue a cobrar su jubilación, sufrió un contratiempo.
Tiempo de destiempos, el peligro acecha en cada esquina: doña Gertrudis no anda desarmada. Ella lleva, siempre, una tijera escondida en la cartera.
Iba sentada en el ómnibus. Miró la hora: le faltaba el reloj.
Sin vacilar, clavó la tijera en la barriga del joven sinvergüenza que iba sentado a su lado:
–El reloj –dijo doña Gertrudis.
El muchacho tartamudeó:
–¿Cómo dice, señora?
–El reloj –exigió ella, y la tijera pinchó.
El muchacho le dejó el reloj y de un salto se bajó del ómnibus.
Con el reloj apretado en el puño, y el corazón alborotado, doña Gertrudis llegó a su casa.
Se hundió en el único sillón, y hablando sola se quedó un buen rato sentada: - Qué se habrán creído, ¿que se van a abusar porque una es vieja?
Cuando abrió la mano, vio que aquel reloj era un reloj de hombre.
Se levantó, buscó.
El reloj suyo estaba en la repisa.
Eduardo Galeano