"Quise hacer de la tierra
un paraíso para todos."
Simón Rodriguez
Todas las naciones de América latina nacieron mentidas.
La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado
la vida; y las mujeres, los analfabetos, los pobres, los indios y los negros
no fueron invitados a la fiesta.
Aconsejo echar un vistazo a nuestras primeras Constituciones, que dieron
prestigio legal a esa mutilación. Las Cartas Magnas otorgaron el derecho de ciudadanía a los pocos que podían comprarlo.
Los demás, y las demás, siguieron siendo invisibles.
Simón Rodríguez tenía fama de loco, y así lo llamaban: El loco.
Decía locuras, como éstas:
–Somos independientes, pero no somos libres.
Nuestra América no debe imitar servilmente, sino ser original.
Y también:
–Enseñemos a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren
a
obedecer a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre
como los estúpidos.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña.
Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Don Simón decía locuras, y hacía locuras.
Allá por mil ochocientos veinte y pico, sus escuelas mezclaban a los niños
y a las niñas, a los pobres y a los ricos, a los indios y a los blancos, y también
unían la cabeza y las manos, porque enseñaban a leer y a sumar, y
también a trabajar la madera y la tierra.
En sus aulas no se escuchaban los latines de sacristía y se desafiaba
la tradición del desprecio por el trabajo manual.
Poco duró la experiencia.
Un clamor de indignadas voces exigía la expulsión de este sátiro que ha venido a corromper a la juventud, y el mariscal Sucre, presidente del país que ahora llamamos Bolivia, le exigió la renuncia.
A partir de entonces, anduvo a lomo de mula, peregrinando por las costas
del Pacífico y las montañas de los Andes, fundando escuelas y
formulando preguntas insoportables a los nuevos dueños del poder:
–Ustedes, que imitan todo lo que viene de Europa y de los Estados Unidos,
¿por qué no les imitan la originalidad, que es lo más importante?
Este viejo vagabundo, calvo, feo y barrigón, el más audaz y el más
querible de los pensadores de América, estaba cada día más solo, y solo murió.
A los ochenta años, escribió:
–Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.
Simón Rodríguez fue un perdedor. según la escala de valores de este mundo, que sacraliza el éxito y no perdona el fracaso, los hombres como él no merecen memoria.
Pero, ¿acaso no está vivo don Simón en la energía de dignidad que
hoy recorre nuestra América de norte a sur? ¿Cuántos hablan por su boca,
aunque no lo sepan, como hablaba en prosa aquel personaje de Molière
que no sabía que hablaba en prosa?
¿Acaso don Simón no nos sigue enseñando, un siglo y medio después
de su muerte, que la independencia es otro nombre de la dignidad?
Eduardo Galeano