Durante miles de años, casi toda la gente tuvo el derecho de no tener derechos.
En los hechos, no son pocos los que siguen sin derechos, pero al menos se
reconoce, ahora, el derecho de tenerlos; y éso es bastante más que un gesto de
caridad de los amos del mundo para consuelo de sus siervos.
¿Y la naturaleza? En cierto modo, se podría decir, los derechos humanos abarcan
a la naturaleza, porque ella no es una tarjeta postal para ser mirada desde afuera.
Pero bien sabe la naturaleza que hasta las mejores leyes humanas la tratan como
objeto de propiedad, y nunca como sujeto de derecho.
Reducida a mera fuente de recursos naturales y buenos negocios, ella
puede ser legalmente malherida, y hasta exterminada, sin que se escuchen
sus quejas y sin que las normas jurídicas impidan
la impunidad de sus criminales.
A lo sumo, en el mejor de los casos, son las víctimas humanas quienes
pueden exigir una indemnización más o menos simbólica, y eso siempre
después de que el daño se ha hecho, pero las leyes no evitan ni detienen
los atentados contra la tierra, el agua o el aire.
Suena raro, ¿no? Esto de que la naturaleza tenga derechos... Una locura.
¡Como si la naturaleza fuera persona!
En cambio, suena de lo más normal que las grandes empresas
de los Estados Unidos disfruten de derechos humanos.
En 1886, la Suprema Corte de los Estados Unidos, modelo de la justicia universal, extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley les reconoció
los mismos derechos que a las personas, derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad y a todo lo demás, como si las empresas respiraran.
Más de ciento veinte años han pasado y así sigue siendo.
A nadie le llama la atención.
Eduardo Galeano