En medio de la devastación, en su casa también despedazada a golpes de hacha, yace Neruda, muerto de cáncer, muerto de pena.
Su muerte no alcanzaba, por ser Neruda hombre de mucho sobrevivir, y los militares le han asesinado las cosas: han hecho astillas su cama feliz y su mesa feliz, han destripado su colchón y han quemado sus libros, han reventado sus lámparas y sus botellas de colores, sus vasijas, sus cuadros, sus caracoles.
Al reloj de pared le han arrancado el péndulo y las agujas; y al retrato de su mujer le han clavado la bayoneta en un ojo.
De su casa arrasada, inundada de agua y barro, el poeta parte hacia el cementerio. Lo escolta un cortejo de amigos íntimos, que encabeza Matilde Urrutia. (Él le había dicho:" - Fue tan bello vivir cuando vivías.")
Cuadra tras cuadra, el cortejo crece.
Desde todas las esquinas se suma gente, que se echa a caminar a pesar de los camiones militares erizados de ametralladoras y de los carabineros y soldados que van y vienen, en motocicletas y carros blindados, metiendo ruido, metiendo miedo. Detrás de alguna ventana, una mano saluda.
En lo alto de algún balcón, ondula un pañuelo. Hoy hace doce días del cuartelazo, doce días de callar y morir, y por primera vez se escucha la Internacional en Chile, la Internacional musitada, gemida, sollozada más que cantada hasta que el cortejo se hace procesión y la procesión se hace manifestación y el pueblo, que camina contra el miedo, rompe a cantar por las calles de Santiago a pleno pulmón, con voz entera, para acompañar como es debido a Neruda, el poeta, su poeta, en el viaje final.