29.7.23

" Familia ".

 

"Según se sabe en el África negra y en la América indígena,
 
tu familia es tu aldea completa,

 con todos sus vivos y sus muertos.

Y tu parentela no termina en los humanos.

Tu familia también te habla en la crepitación del fuego,

en el rumor del agua que corre,

en la respiración del bosque,

en las voces del viento,

en la furia del trueno,

en la lluvia que te besa

y en el canterío de los pájaros que saludan tus pasos."

Eduardo Galeano.

 De: “Los hijos de los días” .

27.7.23

" Inseguridad ciudadana."

"Dudo que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; 

a lo sumo le cambiarán el nombre."


Marguerite Yourcenar.



La democracia griega amaba la libertad, pero vivía de sus prisioneros.
 Los esclavos y las esclavas labraban tierras, abrían caminos, excavaban montañas en busca de plata y de piedras, alzaban casas, tejían ropas, cosían calzados, cocinaban, lavaban, barrían, forjaban lanzas y corazas, azadas y martillos, daban placer en las fiestas y en los burdeles y criaban a los hijos de sus amos.

Un esclavo era más barato que una mula.
 La esclavitud, tema despreciable, rara vez aparecía en la poesía, 
en el teatro o en las pinturas que decoraban las vasijas y los muros. 
Los filósofos la ignoraban, como no fuera para confirmar 
que ése era el destino natural de los seres inferiores, 
y para encender la alarma. 
Cuidado con ellos, advertía Platón. Los esclavos, decía, tienen una inevitable tendencia a odiar a sus amos
 y sólo una constante vigilancia podrá impedir que nos asesinen a todos.

Y Aristóteles sostenía que el entrenamiento militar
 de los ciudadanos era imprescindible, por la inseguridad reinante.

 Eduardo Galeano.

26.7.23

"Con amigos así: Eduardo Galeano." Ariel Dorfman .

"En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.

 En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por...

 -Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.

 Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror,

 él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves,

 de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron. "

E. Galeano.

Fue en agosto de 1973 que por primera vez escuché la voz tierna e inolvidable de Eduardo Galeano.

Sonó el teléfono en nuestra casa en Santiago, un ruido que no era usual porque recién Angélica y yo habíamos logrado agenciarnos una línea y casi nadie tenía nuestro número. Y menos usual aún porque la llamada venía del extranjero, de Buenos Aires.

–Hola, Ariel, te habla Eduardo Galeano, te llamo para darte una buena noticia.

¿Galeano? ¿El de Las Venas Abiertas? ¿Eduardo Galeano? ¿Con quien jamás había hablado? ¿Una buena noticia? ¿Y cómo había conseguido el número que no estaba ni en la guía?

Todavía no sé cómo se las arregló para rastrearme, pero me daría cuenta en las décadas que siguieron que Eduardo tenía un genio único para entrar simpáticamente en la vida de los demás, ingresar al hogar que es la vida de cada cual y acomodarse en la mesa y tomarse un trago o un café y escuchar con atenta pasión las historias y los cuentos y las intimidades que a nadie más le interesaban. Aquellos con quienes conversaba inmediatamente sabían que podían confiar en él, advertían una generosidad que le fluía como una fuente.

Como lo pude comprobar en esa primera ocasión. Me llamaba simplemente para contarme que una novela mía había recibido un premio literario y suponía que eso me daría una gran felicidad. Pero evidente que la felicidad era suya, que a él le causaba inmenso placer agradar a sus semejantes, aunque fuera este escritor chileno con el que jamás había hablado antes.

–Si vienes por acá, pasá a verme –me agregó, en ese suave tono uruguayo–. Siempre tenés por acá un amigo

Unos meses más tarde, sobrevino el golpe contra Allende y nos fuimos al exilio y vaya si necesitábamos un amigo, especialmente en Buenos Aires, la primera ciudad de nuestro largo destierro. En esos breves meses antes de partir (veíamos que se acercaba una hecatombe, veíamos y se lo dije a Eduardo, que dentro de poco la muerte acecharía a los argentinos como lo había hecho ya con los chilenos) nos hicimos muy amigos. Me abrió las puertas de una revista, Crisis, que acababa de fundar, me armó una lista de contactos internacionales que podían servir para apoyar la resistencia cultural contra Pinochet, nos mandaba pequeños mensajes de aliento con su característica firma de un chanchito y una flor. Además de gran fabulador, era un confabulador. Arreglamos con él que mandara un periodista brasileño a Chile para entrevistar clandestinamente a un líder de la resistencia –el primero de muchos favores solidarios.

En una ocasión pudimos retribuirle tanta magnanimidad.

Pasando una noche por su departamento en la calle Montevideo (¿o era la calle Uruguay?), cerca, en todo caso, de Corrientes, Angélica y yo lo encontramos muy enfermo, solo y abandonado, casi incapaz de levantarse de la cama.

–No es nada –dijo–, es la malaria, ya se me va a pasar. Les hago un café.

Nada de café, sentenció Angélica. Y nada de malaria. Era una gripe común aunque no corriente (la fiebre era altísima) y había que combatirla con antibióticos. Me envió perentoriamente a buscar los remedios a una farmacia cercana y cuando volví encontré a Eduardo tomándose a sorbitos una sopa que ella le había improvisado.

No perdimos contacto mientras Galeano permaneció en Buenos Aires, tratando de ahorrarse un segundo exilio, pero con el golpe de 1976 finalmente se percató de los peligros que corría cualquier intelectual de izquierda y partió a España. A partir de entonces, manteniendo una nutrida correspondencia, lo vimos varias veces, incluyendo un par de visitas a Amsterdam, adonde había llegado para buscar datos en una de las bibliotecas de la Universidad. En nuestro pequeño departamentito de la calle Kastellenstraat nos confidenció que estaba embarcado en un libro delirante –la palabra exacta que utilizó–. Y nos leyó unos extractos: era la historia de América latina, nos dijo, desde los orígenes, desde las orillas, desde los relegados.

–Se va a llamar Memoria del Fuego –añadió– y va a ser una Trilogía.

Lo que me deslumbró de aquellas páginas y me alucinaría más en el futuro era el lirismo cotidiano con que se acercaba a sus personajes, como si fueran conocidos suyos de toda la vida y no hubieran muerto hace siglos. Era un reportaje al pretérito escondido pero con técnicas populares, de telenovela, casi –muy alejado de la prosa solemne de Las Venas Abiertas, pero con el mismo compromiso con aquellos hombres y mujeres que los manuales no incluían, aquellos que habían construido nuestra realidad, nuestras leyendas, nuestros corazones actuales.

Fue el comienzo de una serie de textos magníficos y a la vez modestos, graciosos e indignados, con que fascinaría al mundo.

Si algo le reprochaba a Eduardo era que su amor por la realidad le impidiera continuar en el rumbo de la ficción, donde ya había creado algunos cuentos perfectos y una novela, La Canción de Nosotros, que era de antología. Pero él me respondía que prefería dedicar su energía a tantas historias que flotaban por ahí, ignoradas por los historiadores y periodistas y poderosos.

Nunca perdió el sentido del humor.

Ni la generosidad.

En uno de los últimos intercambios que tuvimos, por correo electrónico, le escribía sobre su enfermedad y lamentaba no poder “Angélica y yo llevarte los remedios directamente a la cama, como aquella vez en Buenos Aires, en el verano de 1974”. La mejor respuesta a mis parabienes, le dije, era que se mejorara, aunque fuera un poco.

Respondió: “Con amigos así, cualquiera puede”.

Era una fórmula buena para vivir, pero no para derrotar a la muerte.

Lo único que me toca hacer, entonces, es recordar aquella llamada que recibí en Santiago de Chile cuando la voz de Galeano cruzó la pampa y la cordillera para darme una noticia que parecía causarle más alegría a él que a mí.

Era con esa voz y ese desprendimiento con que escribió los libros que nos quedan y que no van a desaparecer como se ha desvanecido su cuerpo. Es la voz con que llama, así, en forma personal, a cada uno de sus lectores, a cada uno de nosotros, una y otra y otra vez, contándonos que tiene una buena noticia que comunicar, la noticia de la vida.

Ariel Dorfman