"En una gran iglesia de Madrid, con misa especial
se celebra el aniversario
de la independencia Argentina.
Diplomáticos, empresarios y militares
han sido invitados por el general Leandro Anaya,
embajador de la dictadura que allá lejos
se está ocupando de asegurar la herencia
de la patria, la fe y demás propiedades.
Bellas luces caen desde los vitrales sobre los rostros y vestimentas de señoras y señores.
En domingos como éste, Dios es digno de confianza.
Muy de vez en cuando alguna tosecita decora el silencio, mientras el sacerdote va
cumpliendo el rito: imperturbable silencio de la eternidad,
eternidad de los elegidos del Señor.
Llega el momento de la comunión.
Rodeado de guardaespaldas, el embajador argentino se acerca al altar.
Se arrodilla, cierra los ojos, abre la boca.
Pero ya se despliegan los blancos pañuelos, ya los pañuelos están cubriendo
las cabezas de las mujeres que avanzan por la nave central,
y las naves laterales: las madres de Plaza de Mayo caminan suavemente,
algodonoso rumor hasta rodear a los guardaespaldas que rodean al embajador.
Entonces lo miran fijo.
Simplemente lo miran fijo.
El embajador abre los ojos, mira todas esas mujeres que lo están mirando
sin parpadear y traga saliva, mientras que se paraliza en el aire la mano del sacerdote
con la hostia entre dos dedos.
Toda la iglesia está llena de ellas.
De pronto en el templo ya no hay santos ni mercaderes ni nada más
que una multitud de mujeres no invitadas, negras vestiduras, blancos pañuelos,
todas calladas, todas de pie."
EDUARDO GALEANO.
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